lunes, 25 de febrero de 2013

Yo me llamo Friedrich


Sentimos emociones trasnochadas.
Ya no es atrevido pensar en cruzar el mar, el océano, el mundo. Porque ahora los niños que lo hacemos con casi treinta lo hacemos por necesidad. No es como antes cuando decíamos que nuestros padres fueron inmigrantes: "Que mi padre habla Alemán como Hitler" " Mi madre nació en Toulousse" "Yo me llamo Friedrich"
Correr delante de las porras parecía de película, correr para salvar la vida, que se lleven preso a tu hermano o perder la casa y a tu abuela en la misma semana, ya no son cosas que dicen en los bares los profes de Filosofía.
Ha vuelto la historia para darnos con la mano abierta en la cara y hacernos daño de verdad.
Y ya no tiene gracia ser inmigrante. Y ya no tiene sentido viajar con la mochila y mucha ropa sucia, y barba y historias de dormir en parques y robar banderas.
Ya no hay banderas.
Nos han robado el lugar en el que vivir, en el que soñamos crecer como niños con juguetes muy caros y zapatillas de doscientos euros. Nadie nos confesó que todo aquello se acabaría, que lo que nos contaban de otros tiempos, otro siglo, estaba por suceder aquí, en nuestras calles, en nuestras vidas, en nuestros treinta.
Nadie nos dijo que no tendríamos nada. Ni futuro, ni pasado. Ni oportunidad, ni DNI, ni enfermeras.
Trabajamos duro, estudiamos mas que nadie de nuestras familias para vernos ahora, rezagados, olvidados, bajo la sombra del almendro que plantó tu abuelo, el que vino de Holanda, el que te decía que aprendieras Inglés, el que te apuntó a clases de informática. Ese abuelo que aún te ve como un niño volando un avión contra el cielo. El avión que muchos tendremos que coger camino de un lugar llamado esperanza.
Un día tendremos sesenta y no quedará nadie, ni el almendro, ni el abuelo ni la casa.
Y seremos nosotros los que contaremos historias de porras, helicópteros y maletas.