La piel que habitamos es sólo la funda que nos envuelve, la cubierta que protege de las agresiones externas y de las miradas ajenas nuestra parte más valiosa, nuestro secreto y auténtico yo. Para los demás, esa piel es la que nos define e identifica, pero en realidad no es más que una careta. Podemos mudar de piel cuantas veces las circunstancias de la vida nos lo impongan, pero siempre quedará intacta esa parcela que es sólo nuestra y que nadie nos puede arrebatar. Para conocerla, ponerse en la piel del otro no es suficiente. Mudarla tampoco.
El Cigarral, la hermosa y plácida finca donde se desarrolla La piel que habito, la decimoctava película de Pedro Almodóvar, es esa bella envoltura que esconde el día a día de una historia de venganza sin escrúpulos. Desde fuera podemos memorizar sus muros palmo a palmo, disfrutar de su apacible aspecto, mientras nos es ajena la realidad de un interior oculto, que sólo conocen sus habitantes.
La piel que habito es un duro e inquietante análisis de comportamientos humanos extremos, de desesperación y obsesiones, de una vida expuesta, controlada. De la búsqueda absurda de consuelo propio en el dolor ajeno, pero sobre todo de la supervivencia más tenaz, la resistencia más estoica y la lucha a toda costa por vivir. Con pocos, pero agradecidos, puntos de humor que nos dan brevísimos respiros durante dos opresivas horas, en esta ocasión no hay apenas espacio para una historia de amor que lleve el peso de la narración central. Todo se centra en la dureza de un proceso de venganza irreversible.
Antonio Banderas, el Doctor Robert Ledgard, se muestra parco y frío, pero convincente. Cegado por su obsesión, la venganza se convierte en el único motor de su existencia. Elena Anaya, intensa, pero no teatral, recuerda a la también cautiva Victoria Abril en Átame, con quien curiosamente comparte carcelero. Su personaje, Vera Cruz, soporta una penitencia que sobrepasa los límites de la resistencia humana, sobreviviendo a situaciones cada vez más surrealistas, por las que está dispuesta a atravesar con tal de encontrar un hueco para escapar de la piel que habita.
Almodóvar ha trabajado duro. Sigue fluctuando en la narración, con elementos innecesarios, y en algunos otros detalles formales, pero son evidentes el mimo y el esfuerzo. Con los ya habituales auto-homenajes, conscientes o no, que sus fans disfrutarán enormemente, muestra un siempre loable deseo de evolucionar. Ya han desaparecido casi por completo el histrionismo o la extravagancia porque sí. No abandona del todo las drogas, la violencia y el sexo, pero tratados de una forma más fría, no por ello menos perturbadora. Es el siguiente paso a Los abrazos rotos, con un montaje mucho más inteligente y eficaz. Es un Almodóvar distinto, pero reconocible. Ha conseguido crear su propio género, limando su estilo hasta llegar a La piel que habito, que inexplicablemente alcanza un resultado final tan almodovariano como Pepi, Luci, Bom... Pedro investiga, como su protagonista, para superar sus propios límites, y en esta ocasión logra el equilibrio de transmitir con una rica austeridad. Almodóvar se arriesga y esta vez sí acierta.
Carmen Hernández